FUENTE: http://peripecias.com/politica/GromponePeruObstinadaIgnorancia.html
AUTOR: Romeo Grompone (Destacado sociólogo peruano, investigador en el Instituto de Estudios Peruanos (Lima).
Quizás buena parte del mérito que pueden tener las interpretaciones políticas que valen la pena es saber formularse preguntas adecuadas y tratar de dar respuestas, aunque sean provisionales, para ellas. La mayoría de los analistas políticos y sociólogos invitados o publicados en medios de comunicación hemos opinado sobre lo que ha ocurrido en las recientes elecciones, y mi impresión es que hemos fallado en este punto de partida elemental, y no nos estamos dando cuenta de lo que está ocurriendo en el país. Y a algunos, además, parece no importarnos demasiado. La ortodoxia en el análisis otorga seguridades (en general cualquier ortodoxia), y a ellas parecen aferrarse todavía algunos de mis colegas, presumiendo conocimientos que saben insuficientes.
Y los más sensibles, advirtiendo que han perdido la brújula, comprueban que ello no los lleva al naufragio, sino al reconocimiento de quienes dialogan con ellos. Pocas veces he notado un desconcierto tan altamente valorado. En momentos críticos, determinados grupos de formadores de opinión quieren escuchar solamente lo que está de acuerdo con sus argumentos y sus pasiones, lo demás prefieren dejarlo en un cono de sombras. Cuando entre la primera y la segunda vuelta electoral hacíamos previsiones, la mayoría opinábamos que Ollanta Humala no podía crecer más allá de 8 puntos, en el mejor de los casos, en relación a lo ya obtenido.
Sumábamos votos por alineamientos políticos –si bien haciendo notar que los partidos no tenían capacidad de endose–, y este resultado se daba poco menos que descontado. Aconsejando estrategias, decíamos que el candidato debía moderar sus posiciones y acercarse al centro político para conquistar nuevos electores; lo que probablemente no le iba a otorgar mayores réditos, ya que el radicalismo que había demostrado en su prédica volvía poco creíble este movimiento. Con un poquito de sofisticación, sólo un poquito, decíamos que, en todo caso, algo podía ganar previendo que eventualmente podría haber un porcentaje relativamente alto de votos viciados y en blanco.
Finalmente, Humala creció del 30,61% al 47,37%, y lo hizo sin moderar sus posiciones, salvo por algunos gestos que no fueron parte sustantiva de su campaña. Además, se registró uno de los porcentajes menores de votos viciados y blancos en nuestra historia electoral. Y seguimos hablando, impertérritos, con la misma arrogancia. No se trata de sentirse culpables o de internarnos en el laberinto de la autocrítica sino de tratar de entender. Asombra o deja perplejo que se haya prescindido de este esfuerzo.
Humala liderando un movimiento nacional desde los márgenes del sistema
(...) El humalismo es el único movimiento que tiene congresistas en todos los departamentos del país, salvo en Madre de Dios, que elige un solo representante. Mariel García y Carlos Meléndez hacen notar que, a nivel de provincias, su votación es especialmente alta en zonas que fueron afectadas por la violencia política, en los valles cocaleros y en las provincias que vivieron conflictos locales agudos en los últimos años. Entre la primera y segunda vuelta, Humala creció principalmente en Junín, Ayacucho, Apurímac, Huánuco, San Martín, Amazonas, Cajamarca y Arequipa, y sus niveles de apoyo más altos se ubican en Arequipa, Puno, Huancavelica, Huánuco, Apurímac y Ayacucho, en un rango que va del 64,55% en el primero de los nombrados al 83,42% en el último. Trataremos de dar una explicación tentativa.
¿Humala un outsider más?
Quizás buena parte del mérito que pueden tener las interpretaciones políticas que valen la pena es saber formularse preguntas adecuadas y tratar de dar respuestas, aunque sean provisionales, para ellas. La mayoría de los analistas políticos y sociólogos invitados o publicados en medios de comunicación hemos opinado sobre lo que ha ocurrido en las recientes elecciones, y mi impresión es que hemos fallado en este punto de partida elemental, y no nos estamos dando cuenta de lo que está ocurriendo en el país. Y a algunos, además, parece no importarnos demasiado. La ortodoxia en el análisis otorga seguridades (en general cualquier ortodoxia), y a ellas parecen aferrarse todavía algunos de mis colegas, presumiendo conocimientos que saben insuficientes.
Y los más sensibles, advirtiendo que han perdido la brújula, comprueban que ello no los lleva al naufragio, sino al reconocimiento de quienes dialogan con ellos. Pocas veces he notado un desconcierto tan altamente valorado. En momentos críticos, determinados grupos de formadores de opinión quieren escuchar solamente lo que está de acuerdo con sus argumentos y sus pasiones, lo demás prefieren dejarlo en un cono de sombras. Cuando entre la primera y la segunda vuelta electoral hacíamos previsiones, la mayoría opinábamos que Ollanta Humala no podía crecer más allá de 8 puntos, en el mejor de los casos, en relación a lo ya obtenido.
Sumábamos votos por alineamientos políticos –si bien haciendo notar que los partidos no tenían capacidad de endose–, y este resultado se daba poco menos que descontado. Aconsejando estrategias, decíamos que el candidato debía moderar sus posiciones y acercarse al centro político para conquistar nuevos electores; lo que probablemente no le iba a otorgar mayores réditos, ya que el radicalismo que había demostrado en su prédica volvía poco creíble este movimiento. Con un poquito de sofisticación, sólo un poquito, decíamos que, en todo caso, algo podía ganar previendo que eventualmente podría haber un porcentaje relativamente alto de votos viciados y en blanco.
Finalmente, Humala creció del 30,61% al 47,37%, y lo hizo sin moderar sus posiciones, salvo por algunos gestos que no fueron parte sustantiva de su campaña. Además, se registró uno de los porcentajes menores de votos viciados y blancos en nuestra historia electoral. Y seguimos hablando, impertérritos, con la misma arrogancia. No se trata de sentirse culpables o de internarnos en el laberinto de la autocrítica sino de tratar de entender. Asombra o deja perplejo que se haya prescindido de este esfuerzo.
Humala liderando un movimiento nacional desde los márgenes del sistema
(...) El humalismo es el único movimiento que tiene congresistas en todos los departamentos del país, salvo en Madre de Dios, que elige un solo representante. Mariel García y Carlos Meléndez hacen notar que, a nivel de provincias, su votación es especialmente alta en zonas que fueron afectadas por la violencia política, en los valles cocaleros y en las provincias que vivieron conflictos locales agudos en los últimos años. Entre la primera y segunda vuelta, Humala creció principalmente en Junín, Ayacucho, Apurímac, Huánuco, San Martín, Amazonas, Cajamarca y Arequipa, y sus niveles de apoyo más altos se ubican en Arequipa, Puno, Huancavelica, Huánuco, Apurímac y Ayacucho, en un rango que va del 64,55% en el primero de los nombrados al 83,42% en el último. Trataremos de dar una explicación tentativa.
¿Humala un outsider más?
Lo es si nos atenemos a una definición rígida, un candidato que emerge por fuera del sistema político tradicional; no lo sería según otras ideas asociadas a este término. Por ejemplo, no es un solitario audaz sin ninguna trayectoria. Ollanta Humala tuvo visibilidad política desde el levantamiento de Locumba, cualquiera sea la interpretación que le demos a este hecho: movimiento de protesta o cortina de humo que favorecía la huída de Montesinos. Y los sucesos de Andahuaylas a fines de 2004 y principios de 2005 le dieron un nuevo protagonismo, tanto por el apoyo que diera al inicio como por la manera posterior de marcar distancias, y sobran indicios de que se estaba gestando desde años atrás un movimiento político. Su estilo de irrupción no es tampoco una novedad en la reciente historia de América Latina, la de oficiales de menor graduación que intentan un golpe de Estado o provocan la renuncia de un presidente. Lo hicieron antes Hugo Chávez y Lucio Gutiérrez, que luego resultaron triunfadores en elecciones nacionales. Finalmente, Humala parecía ser parte de expresiones de crítica contra las políticas seguidas en años anteriores en la región, y contaba con el apoyo explícito del presidente venezolano y de Evo Morales en Bolivia.
Si quisiéramos permitirnos un optimismo fácil podríamos decir que el liderazgo de Ollanta Humala y sus seguidores definen una etapa más en nuestra historia, en la que organizaciones nuevas incorporan grupos que se encontraban fuera del sistema, como lo hicieran en su oportunidad el aprismo y la izquierda, ambos en sus primeras manifestaciones sosteniendo posturas intransigentes. Sin embargo, estos partidos de integración nacional interpelaron a grupos de intereses con algunos niveles de estructuración, que ya se hacían sentir en la vida política. Lo que tenemos ahora son movimientos dispersos, poco comunicados unos con otros, afianzados en su territorio, poco dispuestos a negociar, violentos en ocasiones y sin poder definir una línea de continuidad en su protesta.
Movimientos como éstos ya se hicieron sentir en el país durante el gobierno de Toledo. Además, creo que existe, en quienes han estado marginados, una progresiva conciencia de derechos que tiene que ver con las promesas de la democracia. Sólo que, en una sociedad de pobres y con persistentes niveles de desigualdad, esta aproximación a la ciudadanía no está ocurriendo al modo ilustrado, con la adhesión a un régimen con controles, garantías y balances, sino de una manera que puede terminar en un desenlace abrupto, con una clausura de rasgos autoritarios. La democracia entonces no consigue afirmarse.
Construyendo una representación
Los que se adhieren a la prédica que se proclama nacionalista han vivido en muchos casos situaciones límite: vencedores, vencidos, protagonistas de la guerra interna. Entre los referentes que se toman en cuenta están no sólo los Comandos Políticos Militares, sino la prédica de Sendero Luminoso de arrasar al viejo Estado. El Estado fue invocado nuevamente, esta vez en democracia, si bien asociado a y cercado por una desacreditada clase política. De todas maneras se trataba de una nueva oportunidad, si bien erizada de riesgos. Las exigencias de redistribución no fueron contempladas. El gobierno de Alejandro Toledo perdió contacto con las zonas alejadas del país, alejadas desde nuestra perspectiva centralista. Los conflictos se resolvían improvisadamente. Pretender que hubiera una red de instituciones que obrara en espacios locales de modo coordinado y eficaz aparecía para las élites como una aspiración desmesurada. Y aunque a algunos les cueste reconocerlo, cuando ocurre el fin de una guerra interna y se bloquean los caminos de salida por cálculos de corto plazo, la consecuencia no es la paz ni la reconciliación, sino la multiplicación de momentos de polarización en pequeños y grandes espacios, unos contra otros, y al final las partes en contienda coinciden en el común cuestionamiento al orden establecido.
El filósofo y sociólogo argentino Ernesto Laclau tiene razón cuando señala que sin representación no hay política, y que los grupos excluidos necesitan de un discurso que les otorgue una identidad en la cual reconocerse, que pueda finalmente constituirlos como actores políticos, y que consiga articularlos en una voluntad común. Ollanta Humala, quizás provisoriamente, logró hacerlo. El nacionalismo que preconizaba era vago y confuso y, paradójicamente por esa misma razón, disponía de una amplia capacidad de convocatoria. Afirmaba identidades y maneras de situarse cuando las personas sentían que trastabillaban en el empleo, en la educación, en la familia, a veces en las vicisitudes de la migración, en general, en los cambios que se iban precipitando y escapaban a cualquier control individual. Afirmaban una comunidad política en la que se sentían integrados, negándola a la vez en las barreras infranqueables que planteaban a los otros, los definitivamente extraños.
El partido nacionalista tuvo sus intermediarios políticos en los reservistas, pero no solamente en ellos. Otra vez quienes se acercaron a las comunidades y zonas rurales fueron los “hijos del pueblo”, que vivieron la violencia en la institución militar, que la afrontaron probablemente también en algún combate, que afrontaron situaciones de alerta y de incertidumbre. En el ejército también se vincularon a un nacionalismo enfático construido desde la apelación a los símbolos nacionales y a una vocación de servicio –y hasta de sacrificio– de la que tenían que convencerse ellos mismos, si querían darle sentido a acciones que no estaban en condiciones de evitar. Un desgastado concepto habla de las Fuerzas Armadas como una institución tutelar; en este caso, la pretendida tutela sirvió como un filtro que separaba y se empeñaba en poner barreras frente a quienes no les había tocado padecer de cerca acontecimientos parecidos. Esto encajaba bien con los descontentos radicales que se vivían en buena parte de la sierra y la selva del país, donde a través de rumores y nuevos intermediarios, Humala afianzaba su vigencia. El discurso fundacional de un nuevo orden –la convocatoria a una asamblea constituyente era un elemento más en esta idea– propio de los populismos históricos y los de nuevo tipo, pretendía dar seguridades acerca de que el cambio iba a ocurrir de todas maneras.
Tengo la impresión de que, a diferencia de lo que ocurre generalmente con los dos candidatos que disputan un balotaje, son contados los casos en los que Ollanta Humala aparecía como el mal menor al que recurrir. Otra vez, la situación es diferente a lo que ocurriera con Fujimori en 1990, cuya votación se explica en buena parte por las resistencias que provocaban las políticas preconizadas y el estilo de Vargas Llosa; y con el caso de Toledo en 2000, a quien los ciudadanos eligieron y hasta precipitaron para que se afirmara como la opción que garantizaba el retorno a la democracia.
Alan García, entre la iniciativa y el asedio
Alan García es el político de los partidos históricos que parece entender mejor lo que está ocurriendo en el país y decodificar al movimiento nacionalista, mucho más que los grupos conservadores. Cabe suponer que iniciará una política social agresiva en lo que por ahora son bastiones humalistas, llegando a los departamentos más pobres. Buscará romper el asedio de dos frentes: de un lado, estarán quienes lo acusen de estar despilfarrando recursos sin el adecuado sustento técnico; desde la vereda opuesta, estarán aquellos que reclamen por demandas que no son satisfechas en la medida de las expectativas generadas.
Termina además el juego que le permitía ubicarse distante de “la derecha de los ricos” y del “desborde” del un movimiento emergente. Una vez instalado en el gobierno, llega el momento de tomar decisiones. Da la impresión de que irá definiendo alianzas tema por tema, paso a paso, ya que acuerdos estables con una determinada orientación le quitarían márgenes de maniobra, en una sociedad en la que parece exigir a la vez cambios y estabilidad. Los consensos extendidos en la situación presente no sólo son improbables, sino que hasta serían vistos con desconfianza. Por ahora, si se quiere dar la idea de una transformación, no es momento de pactos circunscritos a fuerzas definidas; quizás ese momento pueda llegar después. Dadas estas condiciones, son pocas las expectativas de que se asista a una tregua política y social; lo que ocurrirá en los meses venideros se asociará probablemente a la capacidad de establecer puntos de equilibrio, que van a ir variando según las diferentes coyunturas, entre medidas políticas definidas con precisión y gestos simbólicos, que ahora parecen importar más que en otros momentos de la vida política del país. El mismo establecimiento de la agenda política a emprender puede convertirse en un álgido punto de controversia.
Este gobierno tiene ahora una oposición política y social definida; pero como el que escribe estas líneas no quiere seguir cometiendo errores como los señalados al principio de este artículo, sólo atina a esbozar algunas ideas sobre esa oposición. Resulta previsible la deserción en las filas del humalismo. Su personal político es improvisado; la alianza con Unión Por el Perú se mostraba inestable desde su mismo origen, ya que fue el recurso que utilizó para obtener su habilitación legal. Además, el nuevo líder no sólo debe actuar en el escenario del congreso; debe mostrarse capaz de seleccionar personal político adecuado para poder trasladar buena parte de los votos obtenidos en los departamentos, provincias y distritos en las elecciones nacionales, a los comicios regionales y municipales de noviembre. Ollanta Humala y aquellos a quienes defina como sus cuadros de confianza y dirigentes sociales tienen que demostrar capacidad de articular los ásperos movimientos sociales que han eclosionado y se van a seguir manifestando en el país. No sabemos si en este proceso traspasará los límites que garanticen la gobernabilidad democrática, o si se mantendrá en los lindes entre el desborde y la contención. La definición entre estos escenarios probables dependerá de una capacidad de conducción política que, aun cuando ha participado en una competencia electoral por el gobierno, todavía no ha pasado por una prueba definitiva.
La persistencia del racismo y la discriminación
Finalmente, quisiera señalar una preocupación adicional. Lo que debiera llamarnos más la atención es que en estas elecciones se manifestaron todos los fantasmas racistas, coloniales y republicanos, precisamente en aquellos que se manifiestan como cruzados del pluralismo y la modernidad. Un grupo significativo de intelectuales y periodistas despojaron, otra vez en nuestra historia, de competencia racional a quienes no compartían sus posiciones: no sólo a Ollanta Humala, sino a quienes votaban por él. Al dirigente nacionalista quizá le haya servido la política establecida, pues podía victimizarse, no exponerse a entrevistas acuciosas, utilizando para justificarse argumentos atendibles; graduar sus apariciones de acuerdo a sus conveniencias y fortalecer su discurso antielitista. Se exponía también –y ni siquiera en el revés de la trama, porque los hilos resultaban demasiado visibles–, a un discurso decimonónico que no termina de tener final y que opone a la civilización con la barbarie, en donde se encuentran los pobres y los excluidos. No consigo entender que quienes establecieron esta división proclamen que estaban defendiendo la democracia.
El presente artículo fue publicado en la serie "Argumentos" Año 1, No. 5, julio 2006, del Instituto de Estudios Peruanos (www.iep.org.pe). Se reproduce en nuestro sitio únicamente con fines informativos. Reproducido en el semanario Peripecias Nº 4 el 5 de julio 2006.
Si quisiéramos permitirnos un optimismo fácil podríamos decir que el liderazgo de Ollanta Humala y sus seguidores definen una etapa más en nuestra historia, en la que organizaciones nuevas incorporan grupos que se encontraban fuera del sistema, como lo hicieran en su oportunidad el aprismo y la izquierda, ambos en sus primeras manifestaciones sosteniendo posturas intransigentes. Sin embargo, estos partidos de integración nacional interpelaron a grupos de intereses con algunos niveles de estructuración, que ya se hacían sentir en la vida política. Lo que tenemos ahora son movimientos dispersos, poco comunicados unos con otros, afianzados en su territorio, poco dispuestos a negociar, violentos en ocasiones y sin poder definir una línea de continuidad en su protesta.
Movimientos como éstos ya se hicieron sentir en el país durante el gobierno de Toledo. Además, creo que existe, en quienes han estado marginados, una progresiva conciencia de derechos que tiene que ver con las promesas de la democracia. Sólo que, en una sociedad de pobres y con persistentes niveles de desigualdad, esta aproximación a la ciudadanía no está ocurriendo al modo ilustrado, con la adhesión a un régimen con controles, garantías y balances, sino de una manera que puede terminar en un desenlace abrupto, con una clausura de rasgos autoritarios. La democracia entonces no consigue afirmarse.
Construyendo una representación
Los que se adhieren a la prédica que se proclama nacionalista han vivido en muchos casos situaciones límite: vencedores, vencidos, protagonistas de la guerra interna. Entre los referentes que se toman en cuenta están no sólo los Comandos Políticos Militares, sino la prédica de Sendero Luminoso de arrasar al viejo Estado. El Estado fue invocado nuevamente, esta vez en democracia, si bien asociado a y cercado por una desacreditada clase política. De todas maneras se trataba de una nueva oportunidad, si bien erizada de riesgos. Las exigencias de redistribución no fueron contempladas. El gobierno de Alejandro Toledo perdió contacto con las zonas alejadas del país, alejadas desde nuestra perspectiva centralista. Los conflictos se resolvían improvisadamente. Pretender que hubiera una red de instituciones que obrara en espacios locales de modo coordinado y eficaz aparecía para las élites como una aspiración desmesurada. Y aunque a algunos les cueste reconocerlo, cuando ocurre el fin de una guerra interna y se bloquean los caminos de salida por cálculos de corto plazo, la consecuencia no es la paz ni la reconciliación, sino la multiplicación de momentos de polarización en pequeños y grandes espacios, unos contra otros, y al final las partes en contienda coinciden en el común cuestionamiento al orden establecido.
El filósofo y sociólogo argentino Ernesto Laclau tiene razón cuando señala que sin representación no hay política, y que los grupos excluidos necesitan de un discurso que les otorgue una identidad en la cual reconocerse, que pueda finalmente constituirlos como actores políticos, y que consiga articularlos en una voluntad común. Ollanta Humala, quizás provisoriamente, logró hacerlo. El nacionalismo que preconizaba era vago y confuso y, paradójicamente por esa misma razón, disponía de una amplia capacidad de convocatoria. Afirmaba identidades y maneras de situarse cuando las personas sentían que trastabillaban en el empleo, en la educación, en la familia, a veces en las vicisitudes de la migración, en general, en los cambios que se iban precipitando y escapaban a cualquier control individual. Afirmaban una comunidad política en la que se sentían integrados, negándola a la vez en las barreras infranqueables que planteaban a los otros, los definitivamente extraños.
El partido nacionalista tuvo sus intermediarios políticos en los reservistas, pero no solamente en ellos. Otra vez quienes se acercaron a las comunidades y zonas rurales fueron los “hijos del pueblo”, que vivieron la violencia en la institución militar, que la afrontaron probablemente también en algún combate, que afrontaron situaciones de alerta y de incertidumbre. En el ejército también se vincularon a un nacionalismo enfático construido desde la apelación a los símbolos nacionales y a una vocación de servicio –y hasta de sacrificio– de la que tenían que convencerse ellos mismos, si querían darle sentido a acciones que no estaban en condiciones de evitar. Un desgastado concepto habla de las Fuerzas Armadas como una institución tutelar; en este caso, la pretendida tutela sirvió como un filtro que separaba y se empeñaba en poner barreras frente a quienes no les había tocado padecer de cerca acontecimientos parecidos. Esto encajaba bien con los descontentos radicales que se vivían en buena parte de la sierra y la selva del país, donde a través de rumores y nuevos intermediarios, Humala afianzaba su vigencia. El discurso fundacional de un nuevo orden –la convocatoria a una asamblea constituyente era un elemento más en esta idea– propio de los populismos históricos y los de nuevo tipo, pretendía dar seguridades acerca de que el cambio iba a ocurrir de todas maneras.
Tengo la impresión de que, a diferencia de lo que ocurre generalmente con los dos candidatos que disputan un balotaje, son contados los casos en los que Ollanta Humala aparecía como el mal menor al que recurrir. Otra vez, la situación es diferente a lo que ocurriera con Fujimori en 1990, cuya votación se explica en buena parte por las resistencias que provocaban las políticas preconizadas y el estilo de Vargas Llosa; y con el caso de Toledo en 2000, a quien los ciudadanos eligieron y hasta precipitaron para que se afirmara como la opción que garantizaba el retorno a la democracia.
Alan García, entre la iniciativa y el asedio
Alan García es el político de los partidos históricos que parece entender mejor lo que está ocurriendo en el país y decodificar al movimiento nacionalista, mucho más que los grupos conservadores. Cabe suponer que iniciará una política social agresiva en lo que por ahora son bastiones humalistas, llegando a los departamentos más pobres. Buscará romper el asedio de dos frentes: de un lado, estarán quienes lo acusen de estar despilfarrando recursos sin el adecuado sustento técnico; desde la vereda opuesta, estarán aquellos que reclamen por demandas que no son satisfechas en la medida de las expectativas generadas.
Termina además el juego que le permitía ubicarse distante de “la derecha de los ricos” y del “desborde” del un movimiento emergente. Una vez instalado en el gobierno, llega el momento de tomar decisiones. Da la impresión de que irá definiendo alianzas tema por tema, paso a paso, ya que acuerdos estables con una determinada orientación le quitarían márgenes de maniobra, en una sociedad en la que parece exigir a la vez cambios y estabilidad. Los consensos extendidos en la situación presente no sólo son improbables, sino que hasta serían vistos con desconfianza. Por ahora, si se quiere dar la idea de una transformación, no es momento de pactos circunscritos a fuerzas definidas; quizás ese momento pueda llegar después. Dadas estas condiciones, son pocas las expectativas de que se asista a una tregua política y social; lo que ocurrirá en los meses venideros se asociará probablemente a la capacidad de establecer puntos de equilibrio, que van a ir variando según las diferentes coyunturas, entre medidas políticas definidas con precisión y gestos simbólicos, que ahora parecen importar más que en otros momentos de la vida política del país. El mismo establecimiento de la agenda política a emprender puede convertirse en un álgido punto de controversia.
Este gobierno tiene ahora una oposición política y social definida; pero como el que escribe estas líneas no quiere seguir cometiendo errores como los señalados al principio de este artículo, sólo atina a esbozar algunas ideas sobre esa oposición. Resulta previsible la deserción en las filas del humalismo. Su personal político es improvisado; la alianza con Unión Por el Perú se mostraba inestable desde su mismo origen, ya que fue el recurso que utilizó para obtener su habilitación legal. Además, el nuevo líder no sólo debe actuar en el escenario del congreso; debe mostrarse capaz de seleccionar personal político adecuado para poder trasladar buena parte de los votos obtenidos en los departamentos, provincias y distritos en las elecciones nacionales, a los comicios regionales y municipales de noviembre. Ollanta Humala y aquellos a quienes defina como sus cuadros de confianza y dirigentes sociales tienen que demostrar capacidad de articular los ásperos movimientos sociales que han eclosionado y se van a seguir manifestando en el país. No sabemos si en este proceso traspasará los límites que garanticen la gobernabilidad democrática, o si se mantendrá en los lindes entre el desborde y la contención. La definición entre estos escenarios probables dependerá de una capacidad de conducción política que, aun cuando ha participado en una competencia electoral por el gobierno, todavía no ha pasado por una prueba definitiva.
La persistencia del racismo y la discriminación
Finalmente, quisiera señalar una preocupación adicional. Lo que debiera llamarnos más la atención es que en estas elecciones se manifestaron todos los fantasmas racistas, coloniales y republicanos, precisamente en aquellos que se manifiestan como cruzados del pluralismo y la modernidad. Un grupo significativo de intelectuales y periodistas despojaron, otra vez en nuestra historia, de competencia racional a quienes no compartían sus posiciones: no sólo a Ollanta Humala, sino a quienes votaban por él. Al dirigente nacionalista quizá le haya servido la política establecida, pues podía victimizarse, no exponerse a entrevistas acuciosas, utilizando para justificarse argumentos atendibles; graduar sus apariciones de acuerdo a sus conveniencias y fortalecer su discurso antielitista. Se exponía también –y ni siquiera en el revés de la trama, porque los hilos resultaban demasiado visibles–, a un discurso decimonónico que no termina de tener final y que opone a la civilización con la barbarie, en donde se encuentran los pobres y los excluidos. No consigo entender que quienes establecieron esta división proclamen que estaban defendiendo la democracia.
El presente artículo fue publicado en la serie "Argumentos" Año 1, No. 5, julio 2006, del Instituto de Estudios Peruanos (www.iep.org.pe). Se reproduce en nuestro sitio únicamente con fines informativos. Reproducido en el semanario Peripecias Nº 4 el 5 de julio 2006.
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