Por: Gustavo Benites Jara
La muerte - siempre nueva, siempre vieja - es celebrada a veces como liberación o resurrección; otras, es condenada como humillación o como definitiva afrenta. ¿No dijo Heidegger que el hombre es un ser-para-la-muerte?
Esta orientación heideggeriana, pero sin la densidad metafísica del gran pensador alemán, es la del presidente Alan García, tan cristiano él, tan sensible. ¿No lo vimos en una foto pasear entre los cadáveres de los caídos en Los Molinos- Jauja, - en 1989 - donde había, según crónicas de entonces, mujeres, niños y ancianos? ¿No fue, eufórico, calzando bota militar, a felicitar a los comandos que ejecutaron a numerosos rendidos? ¿No dicen – lo he leído y lo he escuchado muchas veces - que ordenó la carnicería de los penales en junio del 86, donde hubo más de 300 muertos? ¿Acaso hemos olvidado las matanzas de Accomarca y Cayara? ¿No fue el responsable final de la masacre en Bagua? ¿No promulgó la ley que faculta a los policías disparar en las protestas o manifestaciones? ¡Viva la muerte!, señor presidente.
Y ahora, la matanza de los mineros informales. Para García, ¿no hay otro diálogo que el de las balas? ¿Cuántos muertos esta vez? ¿Cinco, diez, quince? Los números refiriéndose a vidas humanas saben a vidrio molido, a ortiga, a arena en la boca. ¿No llora Alan por esos muertos? ¿Dónde, pues, sus lágrimas, dónde su corazón tan sensible? ¿Cuántos muertos van, señor presidente? ¿Los cuenta? ¿Duerme usted tranquilo?
Platón afirmaba que se debía constituir la ciudad feliz, sin distinción de personas, “porque no queremos la dicha de algunos - decía -, sino de todos”. ¡Qué lejos de ese pensamiento está el soberbio Alan García!; entonces, ¿para quién gobierna? ¿Por qué hace tanta acepción de personas? ¿No se proclama presidente de todos los peruanos? ¿Por qué engorda a unos - muy pocos - y enflaquece a otros? ¿Por qué a unos mata y a otros - muy pocos - les propicia larga, feliz y regalada vida?
Esa vocación tanática de García, ¿le humaniza? ¿Le genera el respeto de los ciudadanos? ¿Es cada día más amado por el pueblo? A García, el Príncipe, que obedece el consejo maquiavélico de ser temido antes que amado, ¿qué le lleva a signar su actual mandato con ese nimbo fúnebre, con esos crespones que cuelgan de su pecho como estandartes de los caballos apocalípticos?
Creímos que con Fujimori se alejaba ese olor de podencos putrefactos que eran sus esbirros mayores, desde Montesinos a los Colina innombrables. Pero no. Ese olor carroñero se mantiene. La muerte ronda, ineluctable, irrespirable, manilarga, asaltando los sueños de los que sueñan una vida digna, un país otro, una felicidad distinta a ésta malnutrida, malquerida, aborrecida, oh paradoja, felicidad horrísona por falsa y pervertida mascarada de un presidente cínico, orondo y cachaciento, que muestra cifras confusas y confundibles, pero no sonrisas ni el gozo de todos.
A García, funerario Príncipe, que ostenta esa faz tan oscura y necrofílica, le está vedado repetir el himno paulino: “¿Dónde está muerte tu victoria, dónde tu aguijón”? Porque este segundo mandato, unido por el cordón umbilical de la madre nutricia del primero, no es sino la victoria de la muerte sobre la vida, del aguijón de las balas asesinas que hincan su espasmo definitivo en la vida, en las utopías de los pobres que anhelan, como Vallejo imaginara, una fiesta, “al borde de una mañana eterna, desayunados todos!” Amanecer que sólo será posible, Cholo, con el acto más pleno y más humano, el de la rebelión, que ningún opulento García, podrá, finalmente, detener.
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