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1-11-2010
En la vida hay momentos en que debemos tomar distancia de la actualidad inmediata para visualizar nuestra realidad cotidiana en una perspectiva histórica. Para tal caso, nos permitimos echar mano a esa frase dolorosa “en qué momento se jodió el Perú” del escritor Mario Vargas Llosa. Con su extraordinaria sensibilidad, el aún joven Mario estampó esas palabras en Conversación en la Catedral, no precisamente en un paréntesis pesimista de la vida peruana, sino cuando las fuerzas del cambio, mensajeras de tiempos nuevos, despedían a la llamada República Oligárquica en los años sesenta del siglo XX. Pasados los años, las tomaremos prestadas del flamante premio Nobel para un ejercicio de cuándo es que se jodió la derecha peruana. Reflexión imperativa a propósito de los resultados de las elecciones ediles en Lima en que Lourdes Flores Nano, de la alianza PPC- Unidad Nacional, ha enfrentado sin éxito a la representante de la izquierda, Susana Villarán de la Puente.
Los antecedentes de esta sucesión de jodederas nos ubican en los años que siguieron al triunfo de las guerras de la Independencia, en la batalla de Ayacucho, cuando las elites guerreras y civiles de la naciente República –durante 15 años, entre 1824 y 1839- se dieron la tarea de definir nuestro perfil de Estado nación.
Fue un debate entre quienes querían circunscribir el Perú a los linderos y mutilaciones dejados por Simón Bolívar, que separó el Alto Perú de su hogar madre, poniéndole incluso una derivación de su apellido –Bolivia-, posición ésta enfrentada a los partidarios de la restauración de los antiguos dominios del Perú, ya prefigurados en el imperio inca, pero alterados no tanto por España cuanto por los temores de Bolívar que prefería la “gran Colombia” a un eventual y poderoso Estado confederado andino cuyo epicentro sería obviamente el Perú.
En tan difícil dilema, en los años de la “anarquía militar”, solo dos hombres tuvieron una idea clara del destino de sus pueblos: El general Andrés de Santa Cruz, boliviano de nacimiento y peruano de corazón, y el mercader chileno Diego Portales. El primero organizando la Confederación Perú-boliviana, en medio de incomprensiones que estallaron en las guerras entre 1835 y 1839. El segundo, destruyendo y derrotando, en la batalla de Yungay (1839), este primer gran proyecto nacional cuya realización nos hubiera ahorrado años y años de luchas fratricidas entre la costa y la sierra.
No es que los peruanos Ramón Castilla, Agustín Gamarra y otros exiliados, que participaron encabezando la expedición chilena, hayan sido unos traidores. Eran unos caudillos erráticos que no tenían ni idea de que Portales había diseñando el futuro de su propia nación en 1836, trazándose la meta de impedir el embrionario Estado confederado pan-andino. Eso está en blanco y negro en la conocida carta dirigida al almirante Blanco Encalada, jefe de la primera expedición:
“Va Usted, en realidad, a conseguir con el triunfo de las armas la segunda independencia de Chile (…) La posición de Chile frente a la Confederación es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y la mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo”.
Eran tiempos en que no se hablaba de derecha ni de izquierda, términos que se hacen globales después de la revolución francesa de 1848. Para entonces el Ejército libertador estaba liquidado y sus principales cuadros –Gamarra y Castilla- exiliados en Santiago. Francisco Xavier de Luna Pizarro y sus liberales, se sumaron a la causa confederada sólo en un inicio, mientras los aristócratas con criterio de pertenencia, es decir de Patria, tras los pasos de José de la Riva Agüero, fueron partidarios consecuentes, y a ella ofrendaron su vida, a diferencia de la otra aristocracia, la de los mercaderes, que prefirió escudarse en las bayonetas chilenas, apenas husmearon que el nuevo eje de desarrollo del Perú haría peligrar sus intereses comerciales en la Ciudad de los Reyes. Este es el primer momento en que se jodió el Perú republicano, en medio de mofas a la procedencia india de Santa Cruz.
LA DERECHA SE JODIÓ CON EL CIVILISMO
Y el primer momento en que la derecha peruana se jode es con el civilismo que toma el poder en la República Autocrática, con Manuel Pardo y Lavalle, líder del Partido Civil, en 1872. Antes, el negocio del guano y el salitre había enfrentado encarnizadamente a dos grupos ferozmente antimilitaristas, a saber: 1) los mercaderes ligados al capital nacional limeño, encabezados por el referido Manuel Pardo, y, 2) los pioneros pro transnacionales liderados por Nicolás de Piérola.
¿Por qué el civilismo pardista no cuajó en un partido arraigado y orgánico? Porque, al igual que las primeras autocracias de la joven República, no logró superar la debilidad caudillista, menos aún trocarlo por una institucionalidad secular capaz de generar entusiasmos y lealtades en torno al Estado, a partir del respeto a la libertad común y las instituciones que la sustentan.
Esa ausencia articuladora, responsabilidad principal de los voceros de los mercaderes guaneros y salitreros, fueron también los que destruyeron el Ejército en la década de los setenta del siglo XIX, en medio de una crisis fiscal en que los recursos fueron mal usados entre negociados y deudas, exponiendo a la Patria a la indefensión, y, por ende, a una nueva mutilación de sus territorios en la aciaga nueva guerra con Chile (1879-1894).
Éste fue el segundo momento en que se jodió el Perú, motivando el retiro momentáneo del poder de la plutocracia guanera, dejando la carga inicial de la reconstrucción nacional al héroe de La Breña, el general Andrés Avelino Cáceres, del Partido Constitucional, hasta que nuevamente civilistas y gamonales de la sierra ganados a esta causa, una vez muerto su jefe Manuel Pardo, convocaron a un viejo enemigo, Nicolás de Piérola, del Partido Demócrata, quien entró con sus victoriosas montoneras a Lima en 1895.
Piérola cerraba con esa contrarrevolución el ciclo de la República Autocrática para dar pase a lo que se ha venido a llamar la República Aristocrática (1895-1930) basada en el mercantilismo costeño agro-exportador y los enriquecidos gamonales serranos.
Pero, mal que bien el Perú convaleciente se recompuso de las pesadas cargas de la guerra, y las ilusiones y sueños nacionales “iban a la par con la libra esterlina de Londres”, y por donde se mire había esperanza y recursos, aunque las plutocracias retornarían ávidas al asalto de las arcas de la hacienda pública. Fue Víctor Andrés Belaunde el que con más precisión definió a los tres nuevos poderes fácticos de entonces: La plutocracia costeña, el caciquismo serrano y la burocracia militar.
El historiador Jorge Basadre ha tratado de ubicar, en estos años, la concreción de una fuerte institucionalidad del Estado, pero la realidad lo contradijo, no sólo por el caos y las interminables rencillas entre los estertores del civilismo, el pierolismo y el cacerismo, sino porque un civilista rebelde –Augusto B. Leguía- asumió el poder en 1919, dando al traste con esa etapa aristocrática.
UNA OLIGARQUÍA QUE APRENDIÓ DE SUS ERRORES DE ANTAÑO
El siglo XX, tan rutilante en cambios e influencias propiciadas por las revoluciones mexicana y rusa, y por la gradual primacía internacional de la economía norteamericana en reemplazo de la inglesa en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, trajo la modernización de una Lima siempre más cercana a los perfumes y modas parisinas que al “Perú profundo”, así definido por José Carlos Mariátegui.
Si el crack de la bolsa de Nueva York en 1929 ayudó a legitimar el nacimiento del aprismo y el comunismo, ¿cómo es que la oligarquía, basada en las mismas fuerzas mercantiles del antiguo régimen aristocrático, no logró constituir un partido raigal? ¿Por qué el Apra, con toda su fuerza auroral, tampoco forjó la siempre esquiva institucionalidad del Estado? ¿Qué pasó con la tercera fuerza, el Ejército?
Al exportar los métodos violentos y anarquistas de la Europa de entreguerras, el Apra fracasa en la sangrienta revolución de Trujillo de 1932. Y comete contra el Ejército un crimen que lo marcó de por vida: el asesinato del caudillo de las armas, el general Sánchez Cerro. Esto lo llevó a la clandestinidad y las catacumbas, de las que salió por tiempo efímero allende 1945, en la ola democratizadora posterior a la Segunda Guerra, para después sublevarse nuevamente contra el gobierno del Frente Nacional que había ayudado a forjar y triunfar con José Luis Bustamante y Rivero a la cabeza.
Estos hechos anidaron un odio irreconciliable, anulando a las dos fuerzas populares –el Apra y el Ejército- en el desarrollo de sus proyectos nacionales, dejando a la oligarquía el campo abierto para su accionar. Alguien dijo que la nueva oligarquía habría aprendido de sus errores de antaño, apareciendo incluso con mayor realismo político, por su condición minoritaria, negándose en todo momento a constituir un partido político, prefiriendo actuar como una red invisible de intereses y favores de clientela, ejerciendo una labor de equilibrio y fiel de la balanza entre el Apra y el Ejército.
Luego, fue el gobierno del general Oscar R. Benavides uno de los que la oligarquía usó para tales fines. Un Benavides policiaco, sin embargo, trató de insuflar un régimen de estabilidad jurídica que se proyectó, como una razón de Estado, en el gobierno civil de José Luis Bustamante y Rivero, quien administró el país entre 1945 y 1948, hasta que el caos y la algarada aprista coadyuvaron para un nuevo retorno del poder militar de facto con el general Manuel A. Odría, que instauró el famoso ochenio hasta 1956.
PRADO, EL BANQUERO DEL DESPEÑADERO
Este es un año -1956- clave para el destino manifiesto de la derecha peruana. La República Oligárquica daba signos de cansancio con la entrada a la escena de nuevas fuerzas, como la del arquitecto Fernando Belaunde (Acción Popular) y la Democracia Cristiana. Mientras, el aprismo proscrito ya había entrado en conversaciones, primero con Odría, para la liberación de su jefe Víctor Raúl Haya de la Torre de la embajada de Colombia, luego con la flor y nata de la bancocracia oligárquica encabezada por Manuel Prado Ugarteche.
Estas tratativas legítimas, por ser políticas, primero se hicieron alianza, de la mano de Ramiro Prialé y Armando Villanueva del Campo, luego convivencia, al derrotar juntos al arquitecto emergente. Convivencia que le permitió al Apra recuperar su legalidad y salir de las catacumbas para, con sus multitudes heroicas aun con olor a celda de prisioneros, darle el triunfo, en las elecciones de 1956, a la fracción más adinerada de la oligarquía, el imperio Prado, que tenía en el Banco Popular el sostén financiero de sus 110 empresas y como su vocero mediático al diario La Crónica.
Hijo del general Mariano Ignacio Prado, Manuel Prado Ugarteche, tuvo un primer mandato entre 1939-1945, en cuyo gobierno no supo, en plena II Guerra, cuando los productos de exportación, en especial los minerales, se cotizaron a precios astronómicos, impulsar el ahorro público, siendo el inaugurador de las políticas inflacionarias en el siglo XX. En su segundo gobierno (1956-1962) Prado echó mano a los empréstitos y a las consabidas “consolidaciones”, que no eran otra cosa que emisión inorgánica de papel moneda. Resultaba pues sintomático que un gobierno de banqueros llevara al país al despeñadero de la maquinita, la inflación y nuevos impuestos para la empleocracia.
Este fue otro momento en que se jodió la derecha peruana. Pocas veces se ha visto, en la etapa moderna del Perú republicano, ejercer la actividad política como una prolongación directa del interés económico, sin mediación alguna, es decir la dominación patrimonial, si usamos la vieja pero siempre nueva categoría sociológica de Max Weber. Para muestra un botón: Tuvo como primer presidente del Consejo de Ministros a Manuel Cisneros Sánchez, quien también era presidente del directorio del diario La Crónica y del mismo Banco Popular.
Este ejercicio del poder en los apachurrantes años cincuenta y comienzos de los sesenta seguía basada en el caudillo, sea civil o militar, y no en un partido o una institución, mientras la oligarquía jugaba sus descuentos, en ese rol de fiel de la balanza, sin tener idea cabal de la necesidad de una institucionalidad secular moderna, sea en una visión patriótica, donde el valor principal es la República y la forma de vida libre que ésta permite; o en la visión nacionalista e ilustrada, donde los valores primordiales son la unidad espiritual y cultural de un pueblo.
La oligarquía había rodeado y mimado a Odría, pero siempre receló de su acercamiento al pueblo, para luego asumir directamente el manejo del poder con Manuel Prado, hasta que fue depuesta al finalizar su mandato por un sui géneris “golpe institucional” de la Fuerza Armada que vetó el triunfo estrecho del Apra en las elecciones de 1962.
Los generales Nicolás Lindley y Ricardo Pérez Godoy inauguraron esta atípica forma de golpe cerrando el itinerario de más de treinta años de la República Oligárquica, con dos ramificaciones claramente definidas. Un conocedor del tema, Fernán Altuve-Febres Lores lo clarifica:
“El caso del Perú en la segunda mitad del siglo XX es una evidencia de la inconsistencia de la derecha burguesa, pues en nuestro país las dos figuras más relevantes de esa derecha, el liberal Pedro Beltrán Espantoso (1897-1979) y el democristiano José Luis Bustamante y Rivero (1894-1989) se conformaron con postular políticamente un “orden económico”, el primero, y “orden jurídico” el segundo, sin entender que las doctrinas políticas deben ser principios integrales y no solo programas parciales (…). La falta de visión de estos caballeros, y de sus discípulos, impidieron la consolidación de una verdadera derecha peruana y la condenaron a no ganar una sola elección después de la victoria del conservador Manuel Prado Ugarteche (1889-1967) en 1956”. (“La democracia fuerte”, Lima, 2006, pág. 81).
Enterrados los sueños de los legionarios de la Independencia, de los héroes ecuménicos de la guerra con Chile y de los que sintieron al Perú como suyo en los recurrentes conflictos con el Ecuador, de pronto era evidente que las clases adineradas, en el ocaso de la República Oligárquica, no sólo habían olvidado la ilustración y obligaciones de lo mejor de sus predecesores, sino que ya estaban convertidas en cerradas amistades frívolas que, poco a poco, fueron cambiando el París de la Belle Epoque por el cercano Miami tropical de Estados Unidos, de donde había retornado el mismo Manuel Prado para postularse a la presidencia en 1956.
Es más, ya no hacían política con la multitud silenciosa o tumultuosa, pacífica o violenta, sino que los locales partidarios de tiempos heroicos habían sido trocados por el Club Nacional, donde sesionaba el Movimiento Democrático Pradista, o por el Waikiki. Patética la disolución de los sentimientos patrióticos de una clase.
EL POPULISMO Y EL DESBORDE DE LAS MASAS
El nuevo rumbo creado por el “golpe institucional” de 1962 también fue obra, en su versión civil, de Acción Popular y la Democracia Cristiana, que, bendecidos por los militares, previo veto al Apra en la frustrada elección de ese año, habrían de gobernar el Perú después de las elecciones de 1963, a partir del “Pacto de la Avenida Salaverry” .
Así es como nació la República Populista. El golpe del general Juan Velasco Alvarado de octubre de 1968 se limitó a darle sepultura indigna al antiguo régimen oligárquico y superar las supuestas inconsecuencia del populismo civil, por ejemplo, en materia de reforma agraria.
Ese populismo militar velasquista, ese culto por el colectivismo y el estatismo, cimentó las nuevas ilusiones inoculadas a un pueblo ávido de redención y justicia que, en sus versiones extremistas, había recurrido a las guerrillas de 1965.
Pero, en perspectiva serena, este nuevo paréntesis del siglo XX fue un error estratégico. Y es que mientras en otras latitudes del planeta el estatismo estaba de salida, en el Perú se lo presentaba como novedoso y revolucionario. El balance final, al margen de la liquidación de cierto gamonalismo impresentable y de los llamados barones del algodón y del azúcar, no podía ser otro que el fortalecimiento de un nuevo capital financiero y transnacional y de una tecno-burocracia que hasta hoy influye en la hacienda pública.
Agotado el populismo militar, volvía, una vez más, el populismo civil del “arquitecto de la lampa” el año 1980. Fernando Belaunde trajo una colosal inyección de optimismo a un alma nacional cada vez más pesimista y vallejiana. Pero tal estado de ánimo duró poco. De la tragedia del primer Belaunde (1963-1968) pasamos a la parodia del segundo Belaunde (1980-1985). Al margen del terrorismo senderista que se inicia en mayo de 1980, con la asonada en la comunidad de Chuschi, Ayacucho, nada interesante ni nuevo hubo en su gobierno, donde la semidifunta Democracia Cristiana dio pase a su hijastro, el Partido Popular Cristiano, para un cogobierno insípido.
Por lo que está claro que no había que ubicar el nuevo rostro del Perú en la política o en la maraña jurídica que la reviste. Había que ubicarla en la sociedad,en las migraciones del campo a las grandes urbes, que José Matos Mar lo describe como la contradicción entre el Perú formal y el Perú informal (Desborde popular y crisis del Estado, 1984). Por una parte, el Estado, el Congreso, el Poder Judicial, su ente recaudador de impuestos, la banca, la Iglesia, su cultura. Y por otra la economía informal, los ambulantes, los talleres clandestinos de maestritos que han aprendido en las fábricas modernas, la justicia por manos propias, la música “chicha” que baja de los cerros con “Chacalón y su nueva crema”, las beatas y santos no canonizados que compiten con los cultos formales.
Ya no era evidencia sino demasiada realidad para soslayarla porque son otro mundo los migrantes de la primera, segunda y tercera generación no insertados al mercado formal. No son ciudadanos, con sus deberes y derechos, en la acepción occidental del término. Son masas apolíticas y pragmáticas que deciden, cada vez con más fuerza, por encima de los poderes fácticos, en especial los medios de comunicación, qué outsider debe ser el nuevo inquilino de Palacio de Gobierno.
Así como el golpe de Velasco Alvarado rompió los últimos diques de las compuertas embalsadas del Estado Oligárquico, así el Estado Populista había puesto en evidencia, en toda su crudeza, la ruptura definitiva de la marginación de las nuevas masas informales que han irrumpido con fuerza en la economía y la sociedad, amenazando con tomar el control de la política.
Es cuando por primera vez observamos, en nuestro doloroso itinerario, el diseño de facto de un Estado mestizo o cholo, al estilo de México, y el eventual cierre del largo parto formativo de nuestro Estado nación, entendido como suma de identidades, posibilidad y realidad visualizada por Carlos Franco en esos años ochenteros de violencia y terror.
Esas masas pendulares sin ideologías ni credos políticos, sin las antiguas ideas fuerza del antiimperialismo, o la lucha por la tierra, ya no cabían en los ropajes encorsetados de la democracia representativa y del viejo Estado tradicional. Multitudes famélicas dispuestas al asalto y al golpismo, como ya viene sucediendo en América latina. Mareas humanas incomprendidas por una casta política que tiene fijaciones patológicas por el reparto de escaños parlamentarios, fajines ministeriales y embajadas, según Javier Valle Riestra.
Desde un prisma liberal, ese mismo desborde se ha clarificado en la economía con El otro sendero (1986), de Hernando de Soto, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini, en ácida crítica al populismo de derechas e izquierdas en extinción y al “mercantilismo” abusivo de las clases adineradas. Este credo libertario y pro-privatista saltó a la política cuando Mario Vargas Llosa se enfrentó a la estatización de la banca del primer gobierno aprista (1985-1990) de Alan García Pérez, dando lugar a la formación del FREDEMO, frente derrotado por un desconocido llamado Alberto Fujimori en las elecciones de 1990.
LA LARGA MARCHA DEL DESARROLLO ECONÓMICO
Los postulados económicos del nuevo credo libertario –no los políticos, por cierto- se aplicaron a partir del gran viraje de la economía de 1992, por obra de Carlos Boloña Behr, nuevo curso que cierra el ciclo del Estado Populista, con una participación determinante de la Fuerza Armada, sobre todo en la pacificación nacional, dando inicio a la larga marcha del desarrollo económico que dura hasta nuestros días.
Ningún partido o corriente populista, sea de derechas o de izquierdas, sea militar o civil, con la solitaria excepción del Apra, ha logrado cuajar, en la etapa que nos ocupa, como partido representativo y duradero de sus intereses económicos y sociales. Tampoco la izquierda marxista, que en los ochentas diera forma a su logro más importante, Izquierda Unida, frente diluido de inmediato en medio de discusiones estériles sobre la actitud a asumir respecto de la secta maoísta Sendero Luminoso y el tipo de participación en la democracia representativa antes catalogada de burguesa.
La versión moderada de esa izquierda (gauche caviar), ante la progresiva deslegitimación de estalinismo ortodoxo y la posterior caída del Muro de Berlín, se adelantó en aggiornarse, aceptando la economía de mercado que había vituperado, sumándose a la nueva tecnocracia formada en este interregno. Para nadie es un secreto la participación de algunos de sus cuadros en la primera fase del fujimorismo, luego en el gobierno transitorio de Valentín Paniagua y su rol de cogobierno en la administración Toledo.
Posteriormente, para legitimarse ante la opinión pública se auparon a las ONGs, principalmente de derechos humanos, que años atrás también habían vituperado, haciendo política desde la “sociedad civil”, para, en una suerte de neo-civilismo, jugar en la era post Fujimori el papel vengador que el Partido Civil había tenido para con el Ejército en el siglo XIX.
Un pretendido balance de la derecha política en este periodo sería una pérdida de tiempo. Al margen del populismo aprista, el único intento persistente de la derecha peruana ha sido el del PPC que, más que un partido orgánico, ha sido y es una agrupación de estudios de abogados limeños tras una representación parlamentaria y el control de municipios capitalinos.
Disipados los cenáculos libertarios del FREDEMO, tras su episódica estela de cometa Halley finisecular, fenómeno de marginalidad que comparte con la izquierda marxista, sin lograr ninguno de ellos una raigambre estructural en el Perú de los desbordes, aquel balance debería subrayar que la nueva burguesía financiera y trasnacional insiste en mantenerse como una red invisible de intereses y favores de clientelismo, aupándose al gobernante u outsider de turno, ora con Fujimori, ora con Toledo, ora con el segundo García. Al parecer está condenado a no tener partido propio. O simplemente no le interesa, en la praxis fenicia que todo lo puede comprar con su dinero, ideas incluido.
Algunos dirán, desde la izquierda jacobina, que esta visión es desmentida por la incursión de Susana Villarán y su Fuerza Social en las últimas elecciones municipales de octubre del 2010. No. Olvidan que el Perú ha aguantado de todo, pero también se cansa de todo. No se dan cuenta de su cansancio para con un sistema de partidos endebles que cada cierto tiempo suplica, desesperado, los votos necesarios para mantenerse en vigencia. Esta nueva ilusión de promesas legalizadoras de las drogas o del matrimonio gay no es más que eso: una nueva ilusión, un estado de ánimo que se rebela en las ánforas contra el stablismenth partidario que administra el Perú en la era post Fujimori.
Finalmente, ¿qué nos está expresando los resultados de las referidas elecciones ediles?: El desencuentro entre el pujante desarrollo económico del Perú que colisiona con un sistema político que ya no representa a toda la sociedad. Dicho de otra forma, asistimos a la contradicción entre el giro liberal de la economía, que viene desde 1992, que afinado en sucesivos gobiernos ha logrado colocar a un Perú, el moderno y capitalista, en la vitrina internacional de los países que se acercan al primer mundo. Pero éste rumbo colisiona con un régimen político y las nuevas clases adineradas que desde el Estado medran del boom económico en perjuicio del otro Perú, el de los marginados, quienes ya no se sienten representados por un sistema de partidos atacados por el mal de la falta de renovación y de raigambre.
Conclusión, la agrupación que solucione esa contradicción puede llenar el vacío de la falta de un partido de derecha en el Perú. Superar el caudillismo, la fragmentación partidaria y los problemas de marginación y violencia creados por los desbordes, ésa es la tarea venidera para coadyuvar nuestro pujante y envidiable desarrollo económico y superar la pobreza. Cuando esa hora llegue, los tímidos flash de felicidad actual se harán luz perenne, y los poetas ya no cantarán el verso ése de que nuestra Patria es una isla doliente donde el mar no llega. Cuando esa hora llegue, nuestra historia de caos y debilidad institucional será eso: historia.
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