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martes, 12 de mayo de 2009

DESARROLLO AUTOCENTRADO: ¿CAPITALISMO NACIONAL O PERIODO DE TRANSICIÓN?

Por: Antonio Romero Reyes

Es fundamental considerar que la especificidad del capitalismo en el Perú en modo alguno se debe únicamente a las economías de subsistencia, sino a la presencia del fenómeno imperialista y sus secuelas para el desarrollo de las fuerzas productivas. El “problema nacional” se debatirá precisamente entre esos dos polos. Es un “problema” del tipo de desarrollo capitalista.
Rochabrún (2007: 120, nota 25)
En el Perú de hoy “la presencia del fenómeno imperialista” se materializa en la inserción hegemónica, a la vez que dominante y avasalladora, de grandes empresas y filiales de corporaciones gigantes sobre la economía doméstica, en alianza o asociación con el capital estatal y los grupos económicos locales. Es la política que instiga y propicia el propio presidente García en su segundo mandato constitucional, iniciado en julio 2006 y que culmina en julio 2011. El régimen actual no solamente se desvela por ser un continuador más aplicado, “responsable” y eficiente de las principales orientaciones económicas que primaron en el periodo precedente (1990-2005), el cual comprendió a los gobiernos de Fujimori y Toledo. Quiere serlo además por su mayor “entreguismo”.
A diferencia de sus predecesores, Alan García y el APRA (o la cúpula de este partido), en el transcurso de dos años y medio, han profundizado dicha presencia poniendo en venta al país y suscribiendo a nombre del Estado tratados de libre comercio, concebidos por la alta tecnocracia como instrumentos para la inserción efectiva -y perdurable- del Perú en la globalización capitalista. Su neoliberalismo no solamente es el mismo con relación a los estilos de gestión anteriores de la política macroeconómica; [1] responde ahora más plenamente que antes a los intereses del gran capital, interno e internacional. El Estado peruano, si bien formalmente “nacional” en su apariencia exterior, es hoy por hoy un Estado de los grandes capitalistas, transnacionales y transnacionalizados. [2] Esto vuelve inútil, frustrante o infructuoso cualquier intento por desarrollar el capitalismo nacional, o de apelar a una inexistente burguesía nacional, intentos ambos que se convierten más bien en un “juego de imposibilidades” (Quijano 1980: 7), y los desafíos políticos para una estrategia de transformación van por otro lado (Boron 2004: 53-55; Romero 2008a). Por eso, consideramos necesario establecer la siguiente doble distinción, a manera de premisas que sustentamos inmediatamente después de enunciarlas:
i) En el marco del actual sistema histórico el Estado no es el depositario exclusivo del poder real.
ii) Mercado y capitalismo son dos entidades necesariamente diferentes y no siempre convergentes, especialmente en países donde campean la desigualdad y la exclusión. [3]
La transición es un movimiento histórico
Con respecto a la primera distinción, postulamos que el poder real, desde la perspectiva y estrategia transformadora a la que queremos contribuir, radica en las organizaciones populares que deciden abocarse a la construcción de un poder alternativo cuya propuesta programática exprese el proyecto de una sociedad cualitativamente diferente a la actual; mediante un proceso que se inicia desde sus espacios de existencia (local, barrial, sectorial, sindical, regional, etc.) y desde la misma vida cotidiana; que a lo largo del tiempo va configurándose y proyectándose como un movimiento global que apunta a la transformación de las relaciones de producción y de todo lo que está comprendido en esta expresión (aprovechamiento de los recursos naturales y relaciones con el entorno, relaciones de propiedad, desarrollo de fuerzas productivas, división del trabajo, innovaciones y cambio técnico, relaciones de distribución, comercialización y consumo), pero también a la modificación sustantiva de las relaciones/estructuras de poder y del régimen político imperante.
En todo eso y seguramente mucho más consiste la transición que proponemos iniciar en términos de un conjunto de actos y procesos, que pueden incluso empezar siendo “espontáneos” pero que a la larga se van haciendo concientes. [4] Ciertamente, se requiere la participación de fuerzas políticas dispuestas a “comprarse el pleito”. La dirección política, la conciencia de los intereses compartidos y las instituciones del poder popular solamente pueden surgir en el mismo proceso de lucha, es decir, desde la dinámica relación de fuerzas políticas y sociales que se ponen en movimiento. Los aspectos económico y político siempre van juntos en todo momento y circunstancia, no separados ni en secuencia lineal (primero lo económico y después lo político como cristalización del anterior), interactuando y madurando a distintos niveles de lucha y escalas territoriales. [5]
En América Latina la cuestión de la transición fue planteada, por primera vez, a finales de los 80 tomando en consideración las experiencias revolucionarias que atravesaban los países pequeños y periféricos como Nicaragua y Cuba, sometidos además a la agresión militar externa y el bloqueo económico por parte de los Estados Unidos de Norteamérica (Coraggio y Deere 1986). Esta problemática implicaba plantear un conjunto de tareas que recaía en el nuevo Estado y el grupo o partido dirigente, principalmente en torno a la transformación productiva, la democratización de la sociedad y la participación revolucionaria del pueblo organizado en la arena pública, pues estaba claro que: “La revolución política no culmina con el derrocamiento de un régimen opresor interno. La cuestión del poder está lejos de haber quedado resuelta” (Coraggio y Deere 1986: 18). La propuesta lanzada consistía en que la revolución política debía abrirse también hacia la “revolución social” como una forma -pensamos además- de reducir o al menos neutralizar el riesgo de degeneración burocrática. La idea de la transición venía fuertemente asociada con revolución (ella misma tenía un sentido histórico definido: transición al Socialismo).
Uno de los más grandes pecados del socialismo como sistema político (el socialismo realmente existente), ha sido el rechazo programático del concepto de libertad y el sometimiento del individuo al poder del Estado, el partido y la burocracia. Una cosa era criticar la libertad y la moral burguesas, por su hipocresía y fariseísmo, pero otra muy diferente es haber hecho de esa actitud un instrumento de opresión cuando se estuvo en el poder. Y esta ha sido una de las tragedias del socialismo en todas partes donde llegó como revolución triunfante, produciendo grandes frustraciones, éxodo y defección social.
La propuesta de Coraggio y Deere no tuvo eco en el resto de América Latina (exceptuando posiblemente a Nicaragua y Cuba), donde la mayoría de las fuerzas políticas de izquierda de la región se estaban replegando ante los reflujos provenientes de las sucesivas derrotas de los movimientos y protestas populares; optando más bien por estrategias de participación en las instituciones existentes (elecciones, parlamento, municipalidades), orientándose hacia las reformas y el cambio “en democracia”.
La problemática de la transición vuelve a cobrar actualidad y vigencia, [6] por el hecho de que el Estado latinoamericano en el sistema-mundo-capitalista se encuentra tensionado ante la presión de dos fuerzas con un poder extraordinariamente desigual: las fuerzas provenientes de la globalización de la economía, que son hegemónicas sobre -y disolventes de- toda soberanía; y las demandas sociales por mayor atención provenientes de las localidades y regiones, territorialmente dispersas y fragmentadas, sin un proyecto “nacional-popular” que las articule. A diferencia de los procesos de transformación a partir de una revolución política, y mirado el asunto desde la larga duración, sostenemos que tarde o temprano las cuestiones del poder así como del tipo de sociedad y Estado que se quiera para nuestros países no podrá ser soslayado, esta vez desde las localidades y espacios más abarcativos (regiones).
En el contexto de este trabajo por transición queremos indicar el tránsito a una nueva sociedad «que debe constituirse como proceso concreto de transformación a partir de una sociedad nacional históricamente determinada, con características propias, lo que impide acudir a una secuencia ineluctable de fases o a un destino común a plazo fijo.» (Coraggio 1987: 142). Este tránsito puede ser entonces (re)direccionado hacia cualquier lado, dependiendo -como dijimos anteriormente- de “la dinámica relación de fuerzas políticas y sociales que se ponen en movimiento”. Toda transición histórica comporta también un proceso de ruptura con (o re-adaptación de) las tradiciones, prácticas sociales, modos de pensamiento, matrices culturales, estilos de vida y praxis política arraigadas en el pasado; y esto toma por lo general mucho más tiempo en cambiar que la transformación productiva. En el contexto de la actual revolución tecnológica basada en la informática y el tránsito hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, estamos experimentando más bien una transición en el sentido de regresión hacia la ignorancia, la idiotización masiva por la adicción publicitaria desde los medios y el genocidio cultural (Vega 2007).
En el Perú el decurso histórico de la llamada transición democrática, inaugurada con el gobierno de Valentín Paniagua (del 22 de noviembre 2000 al 28 de julio 2001), pero descontinuada bajo el régimen de Alejandro Toledo, comenzó adoptando la forma de un proceso político-institucional que terminó siendo apropiado y conducido por los grupos de poder, el capital financiero internacional, las transnacionales y los propios intereses hegemónicos del Estado norteamericano. Pese a la apertura de espacios para la participación social, la transición institucional se ha encontrado con la circunstancia de que el Estado peruano está prácticamente capturado por los actores de la globalización en alianza con los grupos de poder internos, a consecuencia del largo periodo de ajustes y cambios en la economía y el patrón de acumulación primario-exportador del país. Tanto en el Perú como en América Latina, el neoliberalismo ha logrado encerrar a los heterogéneos y disgregados sectores populares en una falsa disyuntiva (doble trampa): Estado o Mercado, Mercado o Estado. Como sostuvo Quijano (2004: 81):
«En primer término, sin el mercado nadie puede hoy vivir. Pero con solo el mercado una creciente mayoría de la población no puede vivir. En segundo término, sin el Estado nadie puede vivir. Pero con el Estado una creciente mayoría de esa misma población ya no puede vivir. La población atrapada en esas trampas específicas de la fase actual del capitalismo, de un lado, se ve forzada sea a aceptar cualquier forma de explotación para sobrevivir, sea a organizar otras formas de trabajo, de distribución de trabajo y de productos, que no pasan por el mercado aunque no pueden, aun, disociarse totalmente de él. En un lado, por eso, se reexpanden la esclavitud, la servidumbre personal, la pequeña producción mercantil independiente, la cual es el corazón de la llamada “economía informal”. En el otro lado, al mismo tiempo, se extienden formas de reciprocidad, es decir, de intercambio de fuerza de trabajo, y de productos sin pasar por el mercado, aunque con una relación inevitable, pero ambigua y tangencial, con él. Y también nuevas formas de autoridad política, de carácter comunal, que operan con y sin el Estado, y cada vez más, si no siempre, contra él.» [7]
La extensión de esa doble trampa logra alcanzar también, envolviéndola en sus redes, a toda forma de pensamiento que se alce mediante el cuestionamiento del estatu quo, sea que se impugne el “modelo” económico (pero no la teoría que le da sustento) o cualquier parcela del orden existente.
Para que el proceso de transición sea conciente, autónomo y endógeno, necesita de líderes y actores, de una teoría crítica del sistema de dominación existente pero también orientadora de la sociedad, de condiciones subjetivas, institucionales y culturales, así como de instrumentos y metodologías que vayan de la mano con las situaciones concretas de la realidad que se busca transformar desde los diversos y heterogéneos territorios.
¿Puede prescindirse del mercado como relación social en el periodo de transición?
Entender el “mercado” como cristalización de relaciones sociales y no como una realidad metafísica de ecuaciones y variables (en otras palabras: modelos de mercado), nos remite al problema de la inversión existente en la “ciencia económica”, similarmente a como la relación Estado-sociedad civil había sido invertida por la filosofía hegeliana. Marx caracterizó el método de razonamiento de los economistas burgueses como “el movimiento de la razón pura” (Marx 1974: 87), [8] el cual, para nuestros tiempos de globalización y del “fin de la historia”, ha mutado en pensamiento único (Amin 1978).
Marx en su crítica a la Filosofía del Estado de Hegel (Marx 1968) decía que esta se hallaba puesta de cabeza; algo así se encuentra hoy en día la economía como “ciencia cuasi-teórica” (Figueroa 1992: 22). Las “cuasi-teorías” clásica, neoclásica y keynesiana comparten el mismo paradigma del mercado abstracto por dos razones: de un lado, en términos de sus fundamentos, la realidad histórica del capitalismo está idealizada como economía de mercado, y con respecto a la cual los “modelos de mercado” son derivaciones particulares; de la misma manera, la filosofía política hegeliana idealizaba al Estado prusiano como encarnación del “espíritu universal” (la Idea absoluta, el sujeto, lo determinante), y con relación al cual la “sociedad civil” venía a ser la expresión deducida (el fenómeno, el predicado, lo determinado). [9] De otro lado, para que el “modelo” se corresponda o encaje con su teoría, las relaciones económicas tienen que ser manejadas y manipuladas como relaciones entre cosas, sean bienes, recursos, factores, capital, tecnología, dinero, etc., incluyendo por cierto al elemento humano en general. Es el mundo de la producción de mercancías por medio de mercancías (Sraffa 1966). En el periodo histórico del capitalismo globalizado resulta indudable que Naturaleza, Sociedad y Estado forman parte de ese mundo puesto al revés por el capitalismo como modo de producción, relación global de explotación y sistema interestatal.
En ese mismo paradigma las categorías más simples como mercancía y dinero son consagradas como los modernos demiurgos (fetiches) de la humanidad cosificada, siendo la “teoría económica” (macro/micro económica) la expresión en el pensamiento de esos modernos demiurgos. A la teoría / ciencia económica que discrepa abiertamente o carece de correspondencia con la realidad donde se le aplica, debería retirársele ese reconocimiento de teoría o ciencia. Con mayor razón aun, si sus postulados solo guardan consonancia con la riqueza, los recursos, las propiedades, los capitales y el poder que ostentan las minorías dominantes y privilegiadas. Una realidad así, donde las condiciones de vida y de reproducción social, así como de todas las actividades humanas, sus recursos y productos, están monopolizadas y controladas por unos cuantos; donde, por consiguiente, las mayorías se encuentran privadas y/o excluidas de esas condiciones, es una realidad donde el imperio de la lógica del capital engendra y perpetúa, en un metabolismo aparentemente interminable, una sociedad alienada (Mészáros 2006).
Un mérito a resaltar de las perspectivas económicas “alternativas” (economía de solidaridad, economía del trabajo, economía popular, economía política institucionalista y otras) es que procuran poner al derecho lo que se encuentra por el revés, recuperando para la economía la dimensión ética (valores sociales, juicios de valor, derechos, justicia, equidad, sustentabilidad, generaciones futuras, relaciones de género), las relaciones sociales en general así como la cuestión del poder. Si aceptamos que la civilización del capital (la “prehistoria de la sociedad humana” la llamó Marx en su conocido Prefacio de 1859) se caerá o será reemplazada “cuando la gente decida tumbarlo” -como sostuvo Petras (2002)- pero además con “organización, construcción de fuerza social y empuje popular” (Kohan 2008), se necesitará inevitablemente de un cuerpo organizado de ideas y de pensamiento, lógicamente coherente, que contribuya a ese propósito, como parte de un movimiento (praxis) que nunca deja de renovarse, entre el “conocimiento transformador” y la “transformación conocedora” según las acertadas expresiones de Grüner (2006). Es pertinente recordar también que hace más de dos décadas Wallerstein lanzó un llamado a construir una ciencia social histórica. [10]
En el Perú y otras partes del mundo existen muchas formas de intercambio (mercantil y no mercantil) que están fuera de sintonía con respecto a las reglas de funcionamiento y la racionalidad del mercado capitalista, es decir, que de esos mercados sui generis no resultan ni la ganancia ni la concentración de la propiedad en unos cuantos. Hablamos de mercados de bienes que, por ejemplo, operan mediante el trueque (ferias dominicales en muchos pueblos de la serranía), con sus propias reglas de equivalencia y cambio; mercados en base a criterios de “comercio justo” y otras experiencias inspiradas en principios de solidaridad (Cotera 2008); experiencias de “moneda social” o de dineros alternativos (Schuldt 1997; Romero 1997). La reciprocidad y el comunitarismo son prácticas sociales de antigua data que asumieron distintas modalidades entre las poblaciones altoandinas de Bolivia, Ecuador y Perú; pero su incorporación en el pensamiento social se produjo recién, en el caso peruano, a comienzos del s. XX (Montoya 2008). Estas realidades antecedieron a la aparición de perspectivas de pensamiento que actualmente se inscriben en las corrientes de ideas sobre la economía de solidaridad y la economía del trabajo. [11]
Durante mucho tiempo, desde diversas interpretaciones “marxistas” y aun desde las ciencias sociales “críticas”, hubo la obsesión por tratar de derrumbar un concepto, una idea, un dogma: el concepto, la idea y el dogma del mercado que nos implantó Occidente desde la teoría y la práctica a la vez. Un autor como Atilio Boron (2000) llega a identificar mercado con capitalismo y neoliberalismo, con el propósito de descartar de plano la utilización del “mercado” en cualquier alternativa transformadora. En el contexto de la contraposición que establece entre mercado y democracia, el término “mercado” tiene la connotación de ser mercado capitalista, el cual experimentó a escala global una profunda reestructuración desde mediados de los años 70, conducida por “el imperio de las ideas neoliberales”, que para todo efecto práctico son identificadas con los intereses de los “nuevos leviatanes”: las “gigantescas empresas transnacionales” (Boron 2000: 103-104; 117-123).
Luego de contraponer democracia y mercado en términos de sus respectivas lógicas, así como en función de participación, justicia y polis (gobierno de la mayoría), Boron llega a esta conclusión en la que resume toda su posición:
«[…] es evidente que el tema de la compatibilidad entre mercado y democracia es, a largo plazo, imposible y en el corto y mediano plazos bastante problemática.» (Boron 2000: 110).
Dicho razonamiento conduce necesariamente, para todo efecto práctico, a la separación de la lucha económica de la lucha política, rechazando concomitante-mente al mercado como escenario de lucha política y económica a la vez. La postura intelectual subyacente es creer que desde dentro del mercado no es posible (más bien es inviable) cambiar ni reformar el sistema. Para hacerlo se tiene que propugnar -desde fuera de la órbita del mercado- la democracia desde la esfera política, es decir, una política democrática. Coraggio (2008: 1) lo expresa así:
«Esta economía capitalista periférica no va a integrar por sí sola sociedades justas, que requieran y permitan el reconocimiento y el desarrollo pleno de las personalidades y capacidades de todos los individuos y comunidades. Se requiere una política democrática y poder social de las mayorías.» (Subrayado: AR)
La corriente de la economía política institucionalista plantea de otra manera la cuestión:
«Una economía política institucionalista (EPI) no separa el análisis de los mercados de la reflexión sobre el telón de fondo político y ético de una economía. Más precisamente, no cree que sea posible analizar: 1º) primero el mercado o la economía, y 2º) únicamente después, las instituciones necesarias a su buen funcionamiento. A la inversa, cree que las instituciones económicas están estrechamente mezcladas con normas políticas, jurídicas, sociales y éticas, y que se deben estudiar y pensar al mismo tiempo. Lo político –en un sentido distinto a la o a las políticas económicas– es el lugar o el momento en el que esta imbricación encuentra su forma.» (Caillé 2008: 31)
En el marco del Estado clasista donde, por ende, la lucha económica y la lucha política son manejadas y mantenidas adrede como esferas separadas, una política democrática lanzada a la búsqueda de “otro modelo” de sociedad pero que carece de voluntad subjetiva y del respaldo social organizado para emprender la transición histórica, conduce necesariamente -las más de las veces- a ser asimilada por los canales institucionales existentes. Por ejemplo, en los últimos años la emergencia de diversas modalidades de emprendimientos económicos populares, operando con una racionalidad social y solidaria, no ha dejado de estar en tensión con las reglas (ley del valor) del mercado capitalista. Ciertamente, pese al contexto adverso que enfrentan diariamente, han adquirido una densidad que ya es respetable en varios países latinoamericanos, mientras que su potencial de expansión y crecimiento está fuera de duda. Sin embargo, dentro de un contexto como el señalado, dichos emprendimientos son convertidos por el Estado en un sector más de la estructura económica existente (el “sector solidario”), o legalizados como Mypes (micro y pequeñas empresas). Hacia eso conduce la búsqueda de su reconocimiento por el Estado a fin de obtener una ley o un marco adecuado de políticas diferenciadas; lo cual nada tiene que ver con un genuino proceso de transición. Situación similar ocurre cuando se toca el tema DEL/desarrollo económico local (cf. Romero 2006).
Los neoliberales separan lo económico y lo político concibiéndolos como dos esferas independientes entre sí. Cuando particionan el concepto de libertad en dos, desprendiendo de allí una libertad económica y otra de naturaleza política, la consecuencia práctica es perniciosa en sus alcances porque quedan separados los espacios de las relaciones donde se interviene en uno u otro sentido: los reclamos salariales jamás deben sobrepasar el marco legal y reivindicativo, ni atreverse a poner en cuestión la política gubernamental (económica o sectorial); toda huelga o paro si bien es reconocido como un “derecho a la protesta” nunca deben extralimitarse a exigir el “cambio de rumbo” general o de determinadas medidas del gobierno, pues de lo contrario son descalificadas, amenazadas y reprimidas. El reino del neoliberalismo consiste en esto: la economía y las finanzas (de los privilegiados y poderosos) son intocables, pero la política debe aguantar todo, canalizar los “desbordes” sociales y mantener el orden.
En América Latina el mercado tuvo -y tiene aun- una realidad impuesta con métodos de violencia (física y legal). A la luz de esta realidad el discurso del mercado puro o perfecto, su autorregulación, es una irrealidad y una ficción. ¿Cómo se resuelve en la práctica del capitalismo esta paradójica realidad de una de sus estructuras pilares? Con tres instrumentos básicos, a saber: poder, Estado (léase: leyes y coerción) y aparatos ideológicos, cuya finalidad consiste en mantenernos a todos en la misma prisión mental, sin dejarnos avanzar en el sentido de una genuina emancipación. ¿Cómo podemos resolver la misma paradoja desde la trinchera opuesta? La respuesta se halla en la práctica, [12] enmarcada asimismo en la praxis. Los sectores populares a pesar del sometimiento y la opresión a que los han sometido las leyes “inmutables” del mercado, han sabido recrear -y lo siguen haciendo- sus estrategias de sobrevivencia; más aun, recreando sus propios mecanismos internos de organización, reciprocidad y cooperación.
Consideramos que el reto para cualquier proyecto transformador, con relación a este asunto, consiste en plantearse la posibilidad de utilizar al mercado para cambiar/abolir las relaciones que impone la dictadura del mercado. Hasta qué punto y en qué medida es esto posible, es algo que solo estaremos en condiciones de responder con la experiencia.
El mercado es una estructura (mental, social, institucional) que existe sin ninguna duda, y considerando la larga duración podríamos preguntar: ¿qué viene después del mercado? Es una pregunta abierta pues la historia puede ir en cualquier dirección o mantenernos igual en la misma trampa mental-social-institucional. Sostenemos la siguiente tesis: la transformación de las relaciones sociales, en forma radical o mediante reformas, no va a poder prescindir de ese mecanismo durante el periodo de transición. La experiencia de la Nueva Política Económica (1921-1925) en la URSS, que sucedió al comunismo de guerra (1918-1921), constituye claramente un ejemplo histórico a considerar, toda vez que los problemas del desarrollo que suelen afrontar los países dependientes, subdesarrollados y periféricos surgieron allí por primera vez (Nove 1973: 124). [13]
Lima, abril 2009
- Antonio Romero Reyes es economista peruano, consultor e investigador en desarrollo regional. Colaborador de ALAI.
Notas
[1] Podríamos resumir al neoliberalismo que va desde 1990 hasta la actualidad como el neoliberalismo de la triple A, aludiendo a la primera letra de los nombres de los tres mandatarios gobernantes (Alberto Fujimori, Alejandro Toledo y Alan García) durante este último periodo.
[2] El Estado en América Latina “no llegó a ser del todo un Estado del capital, es decir, que articula la dominación del capital sobre el trabajo, pero sin dejar de mantener un margen de negociación de las condiciones de esa dominación. Ahora se trata del Estado de los capitalistas contra los trabajadores. Y tales capitalistas son, principalmente, internacionales y controlan el capitalismo mundial y hoy en especial el capital financiero. Dicho de otro modo, hemos sido víctimas de un proceso de reprivatización del Estado.” (Quijano 2004: 94).
[3] La distinción mercado-capitalismo proviene de la lectura que hicimos de un artículo de Barrios Escalante (2008). Véase también Romero (2008b: 25-26). Mucho antes, a fines de los años 70 y desde el ámbito universitario, Rochabrún (2007) había abordado la no-mecánica relación entre mercado y capitalismo, en el contexto del debate intelectual --y político, al interior de las capillas de izquierda-- sobre la “caracterización de la sociedad” latinoamericana y peruana.
[4] «No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.» (Marx 1974: 145).
[5] Sobre la interacción entre lo económico y lo político, en el marco de la huelga de masas entendida como un periodo histórico de la lucha de clases, y sobre la relación que guarda ese especial periodo histórico con el periodo revolucionario, Luxemburg (1977: 182-186). Hemos hecho una valoración de la obra de Rosa Luxemburg, con relación al tema que nos ocupa, en Romero (2009). Véase también Renzi (1997).
[6] Otras voces desde América Latina lo han sostenido también antes que nosotros (Benjamin 2005).
[7] Ver también Figueroa (2003: 210-212).
[8] La crítica completa a este método fue realizada por Marx en el contexto de su polémica contra Proudhon, bajo el capítulo de «La metafísica de la Economía Política» (Marx 1974: 85-105).
[9] «La sociedad es la mitad de un tándem antitético cuya otra mitad es el estado.» (Wallerstein 1999: 265). Una interpretación bastante original del problema de la “inversión” de Hegel es proporcionada por Grüner (2006: 112-114).
[10] «La historia y las ciencias sociales adoptaron su actual forma dominante en el momento del triunfo indisputable de la lógica de nuestro sistema histórico actual. Son hijas de esa lógica. Sin embargo, ahora vivimos el largo momento de transición cuando las contradicciones de ese sistema han hecho imposible continuar ajustando su maquinaria. Vivimos en un periodo de verdadera elección histórica, el cual no puede comprenderse si partimos de los supuestos de ese sistema.
El análisis de los sistemas-mundo es un llamado a construir una ciencia social histórica a la que no incomoden las incertidumbres de la transición, que contribuya a la transformación del mundo al iluminar las opciones sin recurrir a la muleta de creer en el triunfo inevitable del bien. El análisis de los sistemas-mundo es un llamado a abrir las persianas que nos impiden explorar muchos terrenos del mundo real. Dicho análisis no es un paradigma de las ciencias sociales históricas, es un llamado a un debate sobre el paradigma.» (Wallerstein 1999: 276-277).
[11] En nuestra región los avances más significativos fueron emprendidos por Coraggio (1991; 1998) y Razeto (1994). Para una discusión desde la concepción materialista véase Quijano (1998). Aportes y reflexiones más recientes pueden encontrarse en el Nº 430 (18 de marzo 2008) de América Latina en Movimiento, dedicado a la Economía Social y Solidaria en http://alainet.org/publica/alai430w.pdf
[12] Nos remitimos a la segunda de las tesis de Marx sobre Feuerbach: «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento aislado de la práctica, es un problema puramente escolástico.» (Marx 1845: 54). Para una discusión de las Tesis sobre Feuerbach véase Sánchez Vázquez (2003: 167-181); Schaff (1980).
[13] «La Teoría Económica del Desarrollo puede decirse que nace en este periodo [AR: los años 20].
No es que los economistas, planificadores y estadistas soviéticos fueran más inteligentes o imaginativos que sus contemporáneos de Occidente. Lo que ocurrió fue que las circunstancias políticas e institucionales plantearon en Rusia problemas que exigían ser estudiados. Incluso en el apogeo de la NEP, la mayor parte del capital para inversión estaba en manos del Estado. […] En Occidente la teoría económica ni siquiera estudiaba los criterios para la inversión. Tales materias estaban incluidas en la teoría del equilibrio del mercado; y como las auténticas nociones de desarrollo y de crecimiento se hallan ausentes de la discusión, la idea de cualquier política deliberada respecto a la inversión se hallaba también ausente, tanto más cuanto que, aun cuando a alguien se le hubiera ocurrido la idea, el grueso de los activos de capital y de los recursos para inversión estaban en el sector privado y, por tanto, no se hallaban sujetos a la política del Estado. Por eso, los teóricos y los prácticos soviéticos se encontraron protagonizando el papel de innovadores. Cualquiera que sea la debilidad que puedan presentar en sus ideas y actos, ha de subrayarse que no pudieron aprender nada útil del Occidente, el cual no empezó a estudiar estos temas hasta 1945 o acaso 1955.» (Nove 1973: 134-135).

Referencias
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