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jueves, 13 de agosto de 2009

GEOPOLITICA NORTEAMERICANA EN AMÉRICA LATINA

Por Manuel Guerra
Después de casi dos siglos de sacudirse del yugo colonial, América Latina atraviesa nuevamente una etapa decisiva de su historia. En el presente, el agotamiento de modelos económicos ensayados en la vida republicana caracterizados por la prevalencia de una base primario exportadora y subordinada al capital extranjero, tiene como contrapartida profundas crisis políticas que remecen a las instituciones del Estado y a los pilares de la democracia liberal que nunca llegó a realizarse a plenitud en estas tierras, pero también a una grave crisis moral y de valores que se extiende al conjunto de la sociedad. La situación de postración, atraso, exclusión social que caracterizan a los países de América Latina tiene que ver con la incapacidad de las burguesías nativas para construir el estado-nación moderno, desarrollar la industria y el mercado interno, plasmar la democracia, conquistar la soberanía nacional, entre otras grandes tareas que les correspondían como clases destinadas a saldar con la herencia colonial. Si bien el desarrollo del capitalismo en los países de la región ha tenido un curso desigual -Brasil o Argentina lograron una importante base industrial pero, al igual que el resto, en los últimos años han sufrido un proceso creciente de desmontaje y desnacionalización en beneficio de las grandes transnacionales- los factores de dominación que explican su situación son partes de un único y gran proceso. La imposición del modelo neoliberal en los últimos años no ha hecho más que ahondar esa crisis de profunda raigambre histórica.
No es raro por ello que los vientos renovadores que sacuden a América Latina afecten en mayor o menor medida al conjunto de los países de la región. Expresan la necesidad de realizar una ruptura histórica para abrir un nuevo ciclo que conquiste la soberanía y acabe con la dominación y tutelaje del imperio norteamericano, permita desarrollar el aparato productivo y superar el esquema primario exportador con el consiguiente saqueo de los recursos naturales, afirme una democracia que tenga como rasgo la participación e incorporación de las masas en las gestiones de Estado y gobierno, integre a la diversidad cultural y racial que nos caracteriza, viabilice una integración de los países que componen esta patria grande, unida por la historia y su destino común. Esta corriente renovadora, que marca una tendencia que se generaliza en medio de avances y retrocesos, ha colocado en las esferas de gobierno a sectores que encarnan el cambio, abriéndose procesos complejos y llenos de dificultades, marcados por la agudización de la lucha de clases, la resistencia de las clases dominantes espoleadas a posiciones cada vez más violentas por el pánico que representa perder sus privilegios seculares.
La historia se repite. En el presente, como doscientos años atrás, los intereses de las clases dominantes nativas están atados con cadenas de hierro a los intereses de la metrópoli imperial. Su papel de cipayos e intermediarios del capital foráneo determina su carácter apátrida y entreguista, así como incapacidad para romper con el pasado colonial determina su médula antidemocrática y excluyente de las grandes mayorías.
El valor estratégico de Latinoamérica para los Estados Unidos hay que medirlo en relación a sus intereses globales en el planeta. De acuerdo al analista Alberto Villanueva Arandojo, para los geopolíticos norteamericanos el centro de la estrategia para el control mundial está conformado por Europa Occidental, Oriente Medio, la Península Arábiga, Irán, Turquía, Sudeste de Asia, la parte oriental de China, Corea, Japón y la parte costera de Rusia Oriental.[*] La ubicación de cada país respecto a este Heartland determinaría su importancia estratégica para el imperio. Según este autor, en este esquema Latinoamérica tiene para los Estados Unidos un valor secundario, lo que a su vez determina su marginalidad económica y que esta región no se beneficiara de proyectos como el Plan Marshall que contribuyó al despegue de Japón y ciertos países de Europa, ni tampoco contara con las ventajas económicas que recibieron posteriormente el mismo Japón, Corea del Sur, Taiwan y otros países del sudeste asiático.
En esta visión geopolítica, a los Estados Unidos no solo no le importa, sino que no le conviene una Latinoamérica desarrollada, en tanto es considerada como depositaria de materias primas, cuyo control debe estar asegurado. La política imperial por tanto está orientada a mantener el status quo y la estabilidad en la región e impedir cambios dramáticos (políticos, económicos y sociales) que afecten sus intereses. “En la práctica – concluye Alberto Villanueva- los intereses de EE.UU en Hispanoamérica de basan en el mantenimiento de esta región en una situación de subdesarrollada a través de mecanismos como el gasto militar, la deuda externa o la instauración, desde su posición de fuerza asimétrica, de una serie de tratados comerciales mediante los cuales puede articular una relación económica favorable a sus intereses, es decir, alcanzar una posición desde la que pueda impedir, o controlar, el desarrollo de los estados Latinoamericanos.”
Durante la Guerra Fría la región al sur del Río Grande fue considerada por el imperio del Norte como área de su seguridad y retaguardia para enfrentar “al peligro comunista”. La piedra en su zapato lo constituyó Cuba socialista, por lo que fue castigada, entre otras cosas, con el inhumano bloqueo que dura hasta nuestros días. Con la desintegración de la Unión Soviética, en el contexto de la globalización y la imposición del capitalismo salvaje, los Estados Unidos urdieron la estrategia de “guerra preventiva”, que fue la cobertura para justificar sus aventuras belicistas y el intervencionismo descarado usando como pretexto la “defensa de la libertad y la democracia amenazada por el terrorismo internacional”. Las agresiones a Irak y Afganistán, las amenazas a Irán y Corea del Norte, el desplazamiento de su flota por los mares del mundo, más allá de la propaganda tremendista, están motivadas por arrasar con gobiernos que no se alinean con sus designios, apoderarse de los recursos energéticos, en especial el petróleo, y afianzar su posicionamiento geoestratégico en su disputa a escala planetaria con otras potencias en ascenso.
El imperio norteamericano en el último siglo ha tenido activa injerencia en América Latina y El Caribe a la que ha considerado siempre su patio trasero, su zona indisputable de influencia y área vital de su seguridad. Durante muchas décadas ha ejercido su dominio subordinando a las clases dominantes nativas, inmiscuyéndose en los asuntos internos de los países, promoviendo golpes militares e instaurando dictaduras sangrientas, interviniendo militarmente con tropas de ocupación, accionando sobre las poblaciones nativas a través de instituciones como el ILV, valiéndose de instituciones como la OEA, lavando el cerebro a los militares en la Escuela de las Américas, instaurando bases militares so pretexto del combate al narcotráfico o el terrorismo, condicionando la “ayuda” económica, etc, etc.
No es casual que en esta estrategia de “guerra preventiva” Cuba y Venezuela, países que en América Latina están a la vanguardia de la lucha antiimperialista, hayan sido considerados como parte del “eje del mal”, término acuñado por el régimen de George W. Bush para demonizar a sus blancos contra los que dirigió su guerra santa. Sucede que en su plan de reconolización de la región en que se ha empeñado la administración norteamericana, usando, entre otros, instrumentos como el Plan Puebla Panamá, el ALCA, el Plan Colombia y los TLC, la política independiente de estos países constituyen un obstáculo que no está dispuesta a tolerar, sobre todo si se da en un contexto donde se afirma una corriente de cambio que se extiende a todo el sub continente.
Estados Unidos depende cada vez más de su poderío militar en su intención de mantenerse como potencia hegemónica mundial, pues su situación ya no es la misma de décadas atrás, cuando emergió como potencia omnipresente luego del colapso de la Unión Soviética. Su entrampamiento en Irak, el posicionamiento de China en el escenario mundial, la recuperación de Rusia y el despegue económico de la India, la posición cada vez más independiente de la Unión Europea, la configuración de bloques y alianzas que le disputan los mercados y zonas de influencia, la crisis económica que golpea al mundo capitalista, todo ello está conduciendo a realineamientos y reacomodos en el ajedrez internacional, donde queda claro que el imperio norteamericano pierde posiciones e iniciado una fase de declive.
En la actualidad, cuando se cierne sobre el planeta una crisis alimentaria, energética y medioambiental, América Latina adquiere cada vez mayor valor estratégico al ser la región que concentra la mayor cantidad de flora, fauna, climas y microclimas, pisos ecológicos, reservas de agua del planeta. La disputa de esos recursos se hace cada vez más cruenta y, como ocurre en las disputas interimperialistas, esa contienda se resuelve desde posiciones de fuerza donde el componente militar juega un rol central. En tal sentido la presencia norteamericana en América Latina se viene incrementando peligrosamente. De las 823 bases militares que Estados Unidos tiene fuera de su territorio, 21 están ubicadas en América, de las cuales 7 están en Colombia. Este país ubicado estratégicamente en el corazón de América Latina ha recibido ingente “ayuda militar” norteamericana, no solo en millonarias sumas de dinero, pertrechos militares, adoctrinamiento de tropas, apoyo a paramilitares, sino también en la presencia directa de tropas imperiales que cuentan con sus propias bases de operaciones. Su gran pretexto es combatir al narcotráfico y el terrorismo; sus objetivos reales son de mayor alcance: derrotar y prevenir acciones subversivas, prepararse para invasiones directas contra gobiernos considerados hostiles, en particular a Venezuela, controlar por la vía militar el acceso a los recursos estratégicos andinos y amazónicos, en especial el petróleo, la biodiversidad y las fuentes acuíferas, las rutas de comercio, además de la mano de obra barata y del mercado que representan sus más de 500 millones de habitantes.
Los cambios políticos que están ocurriendo en Latinoamérica constituyen un serio problema para los planes imperiales, pues, entre otras cosas, han traído como consecuencia que la gran mayoría de gobiernos de la región cuestionen la injerencia y el tutelaje norteamericano. El acceso de los sectores de izquierda, nacionalistas y democráticos a gran parte de los gobiernos latinoamericanos, más allá del grado de profundidad de los cambios que se procesan al interior de cada uno de ellos, sientan las bases de una política e integración independiente del imperio. Los logros alcanzados con la constitución del ALBA, UNASUR, en las diversas cumbres presidenciales de América Latina y El Caribe, donde se ha apostado por la integración soberana, el respaldo a Cuba y la condena al bloqueo que Estados Unidos impone a ese país, son muestras alentadoras de lo señalado.
A contrapelo de esta tendencia histórica, los gobiernos de Colombia y Perú se constituyen en verdaderas cabeceras de playa de la ofensiva imperialista. Su disposición para allanarse sin reservas a tratados económicos entreguistas como los TLC, a permitir que la estrategia “antidrogas” sea manejada por los norteamericanos, a petardear los esfuerzos de integración regional, a entregar sus territorios para la instalación de bases militares yanquis, no expresan sino el espíritu servil y reaccionario que caracteriza a las clases dominantes nativas. El reciente peregrinaje de Álvaro Uribe para justificar la instalación de bases militares norteamericanas en Colombia, no pudo sino concitar el rechazo unánime, con excepción, claro está de su alma gemela, Alan García.
En América Latina se libra hoy una batalla de largas consecuencias, en un contexto de mayor agresividad por parte del imperio y sus intermediarios, que no dudarán, si las condiciones lo permiten, en desatar y extender conflictos armados en toda la región para recuperar el control y preservar sus intereses.

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